A
ella la conocí una noche de verano, mi cuerpo
sudaba de calor pero mi corazón estaba frío por la pérdida de una amor. Ella se
presentó como una dama y en su primer aparición en escena fue mía.
Con el tiempo me di cuenta que no era un
juego, me estaba enamorando. Entonces no fue igual, ella era importante y se
manejaba en un entorno elevado, con empresarios, ejecutivos, abogados, personas
de otro nivel social. Para poder tenerla tenía que pagar cada vez más, eso me
frustraba y no quería ser menos que los otros. Así que cada vez pagaba, gastaba
más.
Me había metido en un juego mortal por el
cual llegué a vender todo lo que tenía, toda mi familia estaba en contra de
ella: ninguno me entendía, nadie se ponía en mi lugar, nadie me ayudaba. Yo
estaba perdido y tenía una venda negra en los ojos que nadie me podía quitar.
Lo que más me hacía sufrir no era que ella
estaba con uno y con otro porque yo la conocí así; era que cuando yo más la
necesitaba no estaba, y cuánto más la quería, más faltaba. Me había metido en
un laberinto de tiempo-espacio-sentimiento.
En ese tiempo conocí dos que se me
hicieron amigos, el nombre de una era Robo y el otro Muerte. Estuve mucho
tiempo con ellos, me hacían estar cerca de ella, la tenía cuando yo quería.
Pero tenerla costaba un precio que todavía yo no conocía: Era una noche de
invierno, me encontraba sin nadie más, en una coartada oscura, solo con ella y
otras más agonizando de tristeza. Mi cuerpo sudaba no de calor y mi corazón
ardía (latía tan rápido que sentía tambores en los oídos). Esta vez no era
ninguna pérdida, sino sobredosis de ella.
En ese momento aparece un hombre, extiende
sus manos con marcas que las atravesaban de lado a lado: me levanta, me abraza
y me dice que me ama. Me pregunta: ¿por qué llorás? Porque perdí todo lo que
tengo, quiero estar con mi familia pero se fueron, no tengo a nadie. Usted me
dice que me ama pero yo no lo conozco. Ese es un problema –dice el hombre-,
nadie reconoce el amor sin antes conocer el sufrimiento. Mientras tengas la
capacidad de reconocer al amor, todo estará bien. Entonces –le digo-, ¿vos sos
el amor? Si soy yo –me dice- extiende sus manos marcadas hacia mis ojos y
me quita el velo negro. Me dice: reconocé el bien y seguilo.
Me pone algo en el bolsillo de la camisa y
se va alejando, despacio. Caminé hacia él hasta que desapareció. En ese preciso
momento aparecen otros muchos hombres del cielo: eran azules y tenían
estrellas. También vi en un auto a Robo y a Muerte que me apuntaban con un
dedo: no, no, mis amigos me traicionaron. Y entendí que todo tiene un precio:
por Robo estoy preso, Muerte sigue dando vueltas alrededor mío (pero mi amigo
Amor no la deja que me toque).
La dama me vino a ver dos o tres veces,
finalmente la eché.
Ahora espero a mi familia que entre a la
visita, Amor me dijo que iban a venir. Uy, ¿qué tengo en el bolsillo de la
camisa? Un nuevo testamento: Juan:3:16.
Hernán G. Ciarlo